Mriya
Sueños rotos
Han comenzado a sonar las sirenas. Es un aullido que se te mete dentro de la cabeza y no te permite ya pensar en ninguna otra cosa. Hay que salir de aquí, huir, dejándolo todo atrás. O guarecerse y esperar. A que lleguen, a que todo esto pase. Resistir. No queda tiempo para ninguna otra cosa.
Me pongo en marcha como impulsado por un resorte. Es el cóctel de adrenalina y cortisol que bulle por mis venas, liberado por ese aullido que se apodera de la noche y que penetra a través de mis tímpanos y se apodera también de mi voluntad. Ahora ya solo tengo que seguir las instrucciones muy precisas que millones de años de evolución han codificado en mi ser. Huir o luchar. Compruebo una vez más que está todo en orden. Las luces apagadas, las ventanas protegidas. El pasillo es ahora el centro neurálgico de la casa. Está lleno de libros apilados junto a las fotografías que he conseguido rescatar. Me hubiera gustado tener tiempo para revisarlo todo con más calma, las estanterías, los cajones. Toda la casa está llena de recuerdos que de pronto adquieren una nueva dimensión. Me gustaría asegurarme de que no se perderán, pero no hay tiempo. Hay que apartarse de las ventanas. Me dirijo a la mesilla donde sé que está la foto de Stanislaw.
La habitación está a oscuras, la cama revuelta. Me demoro un instante para estirar las sábanas y colocar la almohada en su sitio. Me doy cuenta de que no tiene ningún sentido, no hay nadie más en la casa y ni siquiera sé si volveré a acostarme en esa cama. Pero es un acto reflejo. Están ahí los sueños de mi infancia, también esas terribles pesadillas que a veces los desgarraban y me hacían despertarme gritando, mi abuela sentada a mi lado, encendiendo la luz, acariciándome la frente y diciéndome que no pasa nada. Es solo un mal sueño, mi niño. Mriya.
La prioridad era empaquetar lo esencial y ayudar a mis padres a cruzar la frontera, con la abuela que ya casi no puede moverse. Por suerte, tampoco se da ya cuenta de lo que está pasando. Otra vez. No sé qué diría, tal vez ella lo entendería y me ayudaría a comprenderlo, como cuando yo era un niño y me contaba todas aquellas historias que yo siempre imaginé en blanco y negro, como las viejas fotografías que me iba mostrando. A Stanislaw Ulam lo conoció siendo una niña. Mis bisabuelos eran amigos de su familia y huyeron juntos de Lviv antes de que comenzara la gran guerra. Ella siempre la llama Lwów. Fue allí donde nació, entonces era Polonia. Luego llegó la invasión de Alemania, la invasión Soviética. Qué es un país, me preguntaba a veces, y se echaba a reír.
Me regaló su foto junto a Stanislaw cuando yo estaba a punto de marcharme para estudiar en la Politécnica de Lviv. Me dijo que estaba orgullosa de mí, esas cosas que dicen las abuelas, que no olvidara su historia. Estoy seguro de que la foto está en el cajón, donde la dejé cuando me marché. Era el lugar más seguro, en casa de mis padres, mi hogar. Supongo que encender la luz solo un momento no cambiaría nada, pero no lo voy a hacer. Las sirenas continúan ululando, advirtiéndonos de que ya están llegando. Es increíble lo que puede llegar a acumularse en el cajón de una mesilla. Tendré que apañarme con la linterna. Son las reglas de la resistencia.
Mi abuela no sabía mucho de matemáticas, ni de física, pero lo suficiente para meterme el gusanillo en el cuerpo. Nunca perdió el contacto con Stanislaw. A través de él conoció a algunos de los personajes más brillantes de un momento decisivo de la historia, como su gran amigo el genio John Von Neumann. El proyecto Manhattan, la teoría de juegos, la bomba de hidrógeno, la destrucción mutua asegurada.
Los matemáticos viven en un mundo inaccesible para el resto, me decía. Stan tenía una mirada muy especial en sus ojos cuando perseguía alguna nueva idea. Igual que tú. Nunca podré olvidar esa cara.

Cuando más adelante me encontré con algunos de aquellos personajes en los libros, me sentía de alguna manera como en mi propia casa, entre viejos conocidos. Hubo un momento en el que llegué a convencerme de que tenía que ser posible construir un mundo mejor de una manera diferente, con otras reglas, con todo lo que podíamos ver a hombros de aquellos gigantes. Hace apenas unas semanas, justo antes de finalizar el año, yo acababa de ultimar los detalles de mi proyecto de tesis. Prometía ser una emocionante aventura: encontrar un nuevo modelo de juego que nos permitiese superar la destrucción mutua asegurada de Von Neumann como único paradigma posible del balance de fuerzas en la geopolítica y estrategia militar. Era un bonito sueño.
Pero lo que está a punto de dar comienzo ahora es una pesadilla. Hago las últimas comprobaciones. La mochila, las botas, la trinchera. Confirmo que el camión acaba de detenerse y está ubicado a solo tres manzanas. Va a comenzar el reparto de armas. Tengo que apresurarme. Con la foto metida en el bolsillo me dirijo a la puerta, bajo las escaleras. Hace frio y es posible que nieve. Me subo la cremallera, me ajusto el gorro. La calle está completamente a oscuras y es como si todo se diluyera engullido por una fuerza invisible que me arrastra. Las sirenas han dejado de aullar y están comenzando a caer los primeros copos de nieve. Hay una extraña sensación de paz en la calle. Paz. Qué absurdo. Es solo un sueño.
Ahora solo tiene sentido el camión, los mozos subidos en el remolque repartiendo fusiles. No hacen preguntas. Yo tampoco. Cojo mi AK47 y la munición y echo a andar.
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Imágenes:
Antonov AN-225 «Mriya» destrozado en el aeropuerto de Hostomel, cerca de Kiev, Ucrania, via YahooNews
Stanislaw Ulam, Los Alamos National laboratory, via Wikimedia
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