La utopía de Tomás Moro es más que la historia de una tierra lejana donde no existe la propiedad privada. Es un texto que nos muestra cómo aproximarnos a los textos, ya sean literarios o políticos, de una manera abierta: abierta a la crítica, a la participación, a la modificación y abierta a la recreación. Con Utopia Abierta (Open Utopia) he hecho todo lo posible para transmitir este mensaje y continuar la tradición.
Open Utopia, Stephen Duncombe (mi traducción)(*)
La utopía tiene una venta difícil en el siglo XXI. La historia del siglo pasado nos demuestra que cuando las utopías han sido llevadas al terreno de la ejecución política, han resultado de una brutalidad despiadada y han acabado en un rotundo fracaso. La Alemania Nazi, la Unión Soviética de Stalin o la China de Mao no son precisamente un respaldo para la utopía.
Y sin embargo, necesitamos la utopía más que nunca. Vivimos en una época sin alternativas al modelo neoliberal capitalista, en lo que Frances Fukuyama describió como “el fin de la historia”. Una gran mayoría de la población, incluso en los países o regiones más exitosas, no cree en el sistema o no lo respalda. Encuestas de opinión, protestas ciudadanas y patrones de voto volátiles ponen de manifiesto esa amplia insatisfacción. Sin embargo, la respuesta se limita en gran medida a una simple negativa. No! No a la dictadura, no a la corrupción, no al capital financiero. No al 1% privilegiado que lo controla todo y es el único que se beneficia. Pero la simple negativa, por si sola, no tiene ningún efecto. El sistema ejerce su dominio no porque la gente esté de acuerdo con él sino porque nos hemos convencido de que no existe alternativa.
La utopía nos ofrece un atisbo de alternativa. En una concepción amplia, la utopía es una imagen de un mundo que aún no existe, que es diferente y mejor que el mundo que habitamos ahora. Para el revolucionario, la utopía es una visión y una meta que alcanzar. Para el reformista, una brújula con la que determinar la dirección en que ha de moverse y una vara con la que medir el progreso. La utopía es políticamente necesaria incluso para aquellos que no desean en absoluto una sociedad alternativa. Una política reflexiva depende del debate, y sin algo o alguien con quien estar en desacuerdo no puede haber un diálogo significativo, solo una cámara de resonancia. (A qué me suena esto?)
Existen problemas tanto teóricos como prácticos con la idea de utopía. Antes incluso de sus desastrosas materializaciones a lo largo del siglo XX, Marx y Engels criticaron a los utópicos por ignorar las condiciones materiales del presente en favor de fantasías sobre el futuro, un enfoque que solo podía conducir a programas políticos sin fundamento e ineficaces, una retirada reaccionaria hacia un pasado idealizado y al inevitable fracaso y desencanto político. Desde el extremo político opuesto, Edmund Burke despreció la utopía de la Revolución Francesa por negarse a tener en cuenta las realidades de la naturaleza humana y la sabiduría acumulada en tradiciones bien arraigadas. El salto hacia lo desconocido sólo podía conducir al caos y la barbarie. Pensadores diametralmente opuestos en casi todas las demás facetas de su ideología política han estado, sin embargo, de acuerdo en una cosa: la utopía es una mala idea.
La democracia es un sistema en el que la gente común determina, de manera directa o por medio de la representación, el sistema de gobierno. Las utopías, en cambio, suelen ser el producto de imaginaciones singulares o, en el mejor de los casos, los planes de un pequeño grupo, una vanguardia política o artística. Con demasiada frecuencia, los utópicos consideran a las personas como simple material al que se debe dar forma, no como agentes con voluntades capaces de dar forma. La utopía es, por tanto, antidemocrática y elitista.
El carácter imaginativo de la utopía parece condenar el proyecto a un ideal ingenuo e impráctico y a una brutalidad megalómana en su ejecución. Pero sin ilusiones políticas, ¿qué nos queda? La desilusión y su práctica discursiva: la crítica. Seria, irónica, astuta o grandilocuente, analítica, artística, textual o performativa, la crítica se ha convertido en la práctica política predominante de intelectuales, artistas e incluso activistas insatisfechos con el presente que desean un nuevo orden. Una de las ventajas políticas de la crítica es que nos protege contra los horrores monstruosos del idealismo político puesto en práctica. La crítica también demanda la opinión de otros. Supone un diálogo entre el crítico y a quién se critica y/o el objeto de la crítica.
Pero la crítica ha agotado su relevancia en política. Lo que en algún momento fue un arma potente contra el totalitarismo se ha convertido en un ritual vacío e ineficaz en el mejor de los casos, un autoengaño en el peor. ¿Qué ha ocurrido? La historia. El poder de la crítica se asienta en dos supuestos. En primer lugar, que hay un valor intrínseco en conocer o revelar la verdad; y en segundo, que para revelar la «Verdad», las creencias, a menudo basadas en supersticiones, propaganda y mentiras, deben ser desacreditadas. Ambos supuestos se han visto socavados por cambios materiales e ideológicos relativamente recientes.
Vivimos en lo que el filósofo Jean-François Lyotard denominó «la condición posmoderna», marcada por la «muerte de la narrativa maestra», en la que la verdad (o la no tan noble mentira) ya no habla con una sola voz ni reside en un solo lugar. La condición posmoderna, en su momento una mera hipótesis académica apreciada exclusivamente por la élite intelectual, constituye ahora, en la era de Internet, la experiencia directa de la inmensa mayoría. La posibilidad de cualquiera de expresarse en la red y los medios creados por medio de plataformas de blogs, videos y redes sociales han barrido literalmente a los guardianes modernos de la verdad. Los medios de comunicación «objetivos» como la BBC o el New York Times se han visto obligados a capitular.
La Enciclopedia ilustrada democratizó el acceso a la verdad. Wikipedia ha democratizado su producción. La actual economía de la información ya no es una economía de monopolio o escasez, sino de una abundancia de verdades. . . y de crítica. Cuando el poder se ejerce por medio del monopolio de la verdad, un asalto crítico tiene cierto sentido político, pero la singularidad de la verdad ha sido reemplazada por la pluralidad. Ya no existe una fortaleza de la comunicación que pueda ser atacada y silenciada, solo un páramo infinito de habladurías, y la idea de criticar una verdad solitaria, o sustituir una por otra ha dejado de tener sentido. A medida que los objetos de la crítica se multiplican, el poder y el efecto de la crítica disminuyen de manera proporcional.
Existe una falta generalizada de fe en el sistema dominante neoliberal capitalista. Pero cuando el sistema ejerce firmemente su control, ya no precisa del apoyo de la fe o las creencias. Su funcionamiento se basa en la rutina y en la falta de imaginación. El sistema internaliza la crítica y se nutre de ella de la misma manera que las protestas en contra de la guerra de Irak permitieron a George Bush legitimar una democracia que permitía a la gente expresar lo que sentía.
La distopía en cambio, el doppelgänger de la utopía, habla de tú a tú con esa crisis de creencias. Las distopías evocan un mundo en el que nadie quiere creer. 1984, Un mundo feliz (Brave New World), Blade Runner, El día de mañana (The Day After Tomorrow) o Matrix, son mucho más populares en la actualidad que cualquier texto utópico comparable. Sin embargo, la distopía es perversa. Como apuntó Walter Benjamin «la autoalienación ha llegado al extremo de poder experimentar su propia destrucción como un placer estético de primer orden”. La respuesta política generada por la distopía es siempre conservadora: detener el progreso de la civilización. Pero ¿para qué? ¿A dónde vamos entonces?
Es necesario abandonar el proyecto político de la crítica y avanzar en una nueva dirección. Tenemos que hacer las paces con la utopía, y para lograrlo no es posible simplemente ignorar los demonios de la utopía, creando una utopía sobre la utopía. Hacer las paces con la utopía significa reconocer con franqueza sus problemas para, a continuación, decidir si es un ideal rescatable.
El problema de muchos imaginarios sociales es que se plantean como una posibilidad real que, al ser aceptada como tal, tienen como consecuencia una serie de posibles resultados, todos negativos y no necesariamente excluyentes entre sí:
- Brutalizar el presente para alinearlo con el futuro imaginado: ya sea el genocidio nazi, la colectivización forzada comunista o, ya en este siglo, el terrorismo apocalíptico del Islam radical.
- El desencanto porque el futuro no llega nunca y la alternativa que se persigue nunca se materializa. Por ejemplo, el descenso y la consiguiente decadencia de la Nueva Izquierda después de 1968.
- La búsqueda en vano de un nuevo imaginario cuando el prometido no llega, como las promesas fallidas de la publicidad que conducen a un ciclo de consumo interminable y, en última instancia, insatisfactorio.
- Vivir una mentira, como «El sueño americano» o el «Socialismo alcanzado» de Stalin.
- Rechazar por completo la posibilidad, descartar la utopía con una desconfianza sincera de los conservadores o un guiño liberal irónico, como una imposibilidad ingenua.
Pero, ¿y si la imposibilidad se incorpora desde el principio al imaginario social? Según Stephen Duncombe, esto es exactamente lo que nos propone Tomas Moro con su Utopía. Las alternativas que plantea son a veces absurdas, pero en su segunda carta a Peter Giles (incluida en la obra), el autor hace una defensa del absurdo. Al crear una realidad alternativa y al mismo tiempo socavarla, está animando al lector a no dejarse engañar por la fantasía. En otras palabras, es difícil engañar a alguien con una mentira cuando éste ya sabe que lo es. Lo que sugiere Moro es una utopía abierta.
La cuestión primordial para Duncombe es cómo abrir la utopía a la crítica, la participación, la modificación y la recreación, como crear esa utopía abierta. La utopía como ideal filosófico o como texto literario requiere solo la contribución de su autor, sin ningún compromiso más que el tiempo o el interés por parte de sus lectores. Pero la utopía como base de una sociedad alternativa requiere del compromiso de las personas. El problema de pedirle a la gente que piense «fuera de la caja» es que, sin ayuda, normalmente no lo harán. Podemos doblar la caja y darle forma, mostrar sus paredes y golpearlas, pero nuestra imaginación está constreñida por la tiranía de lo posible.
La apertura, por otra parte, puede resultar también problemática. Si la ventaja de una utopía abierta a la crítica, la participación, la modificación y la recreación es que nunca cristalizará en un estado fijo que acaba echando el cierre al compromiso popular, una posible desventaja es que una utopía abierta puede funcionar mal como ideal político o un plan de acción.
La utopía no es un plan, pero tampoco es una broma. Es una indicación, un aviso; una visión que nunca podrá ser fijada o estabilizada; alternativas imaginadas que insisten en seguir siendo imaginarias; un no-lugar. Al imaginar lo imposible, la utopía crea las condiciones para formular la pregunta «¿Y si?» sin cerrar ese espacio de libertad con una respuesta «esto es lo qué». El futuro imaginado nunca se puede fijar. Nunca habrá un momento en el que la utopía pueda ser definitivamente declarada. Los planes alternativos para nuestro futuro existen solo como lo que el poeta Wallace Stevens denominó una «ficción suprema», una que sabemos que lo es pero que, no obstante, nos inspira. Estas visiones utópicas son algo que hemos nosotros imaginado y que, por lo tanto, podemos reimaginar a voluntad. La utopía no tiene lugar y nos corresponde a nosotros encontrarla.
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(*) El texto de este post es extracto y traducción (en algunos casos bastante libre) de la introducción de «Open Utopia» escrita por el promotor y editor del proyecto, Stephen Duncombe. El texto original está compartido con una licencia Creative Commons Atribución-Compartir Igual 3.0 No portada (CC BY-SA 3.0). Otra cosa no hubiera tenido sentido. Mi enhorabuena y agradecimiento a Stephen por la iniciativa.
Imagen: Isola di Utopia Moro, L’Utopia di Tommaso Moro. 1516, Wikipedia Commons