Me hace gracia cuando el debate actual sobre la sobreexplotación de los recursos y el cambio climático se plantea en términos similares a: «Hay que salvar el planeta». No, disculpadme. Esto no va de salvar el planeta. Esto va de salvarnos o condenarnos nosotros. El planeta se fuma un puro con nuestra economía, nuestros residuos y nuestras emisiones. Somos tan engreídos que pensamos que nuestra huella será indeleble, pero en este momento los científicos debaten en qué medida y por cuánto tiempo nuestra huella sería visible. Si desaparecemos, en cien mil años, un millón de años o diez millones de años no quedará ni rastro de nada de lo que estamos haciendo. Literalmente, apenas estamos rascando la superficie del planeta. La aparición de las bacterias o el impacto de un solo meteorito han tenido consecuencias mucho más profundas y rastros más duraderos que el que, por el momento, podemos llegar a tener nosotros. Al planeta, si acaso, le hacemos cosquillas, y el planeta se ríe.
Hablar de salvar el planeta es uno más de nuestros característicos eufemismos al hablar de cosas de las que, en realidad, no queremos hablar. De lo que se trata es de preservar o no las condiciones de habitabilidad que el planeta nos ha ofrecido desde que tenemos consciencia de nosotros mismos. Y puesto que esas condiciones son producto de un equilibrio relativamente frágil que involucra la geodinámica, la atmósfera y los ecosistemas; preservarlas nos obliga a comprender cómo nuestra forma de vida, nuestros medios de producción y el consumo de recursos afectan a ese equilibrio, y nos fuerza a reconsiderarlos. Y esto es molesto. Sólo muy recientemente en términos históricos se nos ha ocurrido pensar que los recursos del planeta son limitados, pero sobre todo que nuestro exitoso crecimiento como especie altera el equilibrio del ecosistema que nos sustenta.
Lo que está en juego es decidir si queremos preservar esas condiciones, o si queremos pisar el acelerador y asumir las consecuencias. Y aquí, es curioso, se pone de manifiesto lo que desde mi punto de vista es una tremenda contradicción:
- Por una parte, los científicos y las élites intelectualmente respetables llevan años dando la voz de alarma y alertando sobre el peligro de sobrepasar ciertos límites que lleven a la atmósfera y a los océanos a un nuevo equilibrio que, en gran medida, es impredecible. Hasta ahora, nadie quería chillar y unos lo han dicho más claro que otros, pero la realidad es que no tenemos ni idea de lo que puede ocurrir sobrepasados esos límites y que es muy improbable que, simplemente dejando de hacer, conteniendo las emisiones, reciclando más, arreglemos nada. Así que lo diré yo aquí claramente: Dejar de hacer o hacer menos (emisiones) no va a cambiar nada. Ya no hay tiempo. La suerte está echada y vamos directos hacia un cambio cuyas consecuencias desconocemos. Lo que sí podríamos hacer es ponernos seriamente a entender qué está en nuestra mano hacer para mitigar ese cambio o paliar sus consecuencias dentro de escenarios posibles, plausibles y deseables.
- Por otra parte, la retórica dominante del mundo de la empresa y de la política es la del cambio y la innovación. Tenemos que ser creativos, innovadores, abrazar el cambio, crear el futuro. En realidad, aquí también hay que ser muy crítico y entender que, en la empresa, pocos creen realmente en la innovación y la transformación. La mayoría están para preservar los modelos de negocio sobre los que se cimenta el éxito presente de las empresas, porque esa es la forma más segura a corto plazo de asegurar su futuro. En política directamente nadie cree en el cambio y en la transformación. Esto se sabe desde tiempos inmemoriales. Macchiavello, por ejemplo, lo formuló muy nítidamente en el Príncipe. Sin embargo, la retórica del cambio y la innovación existe, está ahí y se predica con ritos litúrgicos. El inmovilismo no vende. Hay que abrazar el cambio. Y sin quejarse. En consecuencia, aplicar esta retórica a nuestra relación con el planeta, nos llevaría a decir: ¡Adelante, vamos a por todas! Pisemos el acelerador del cambio, saquemos el máximo partido a los recursos del planeta y no nos dejemos intimidar por los que se atemorizan ante el cambio.
Ambas posturas son incómodas. Aceptar que el cambio climático es malo y que hay que tomar medidas para evitarlo es muy incómodo porque es muy difícil. No todos ganan y algunos pierden. Pero además muchos de los que pierden pertenecen a las élites que se benefician del modelo actual, y no van a querer que deje de ser así. Por otra parte, vender que el cambio es por lo que hay que apostar, en este caso tampoco es fácil y no puede hacerse abiertamente, porque es decir que muchos van a perder, y no es posible ocultar que, a corto y medio plazo, los que más perderán serán los más desfavorecidos. Haría falta ser una auténtico gañán, como el Sr. Trump, para decir algo así y que no se te caiga la cara de vergüenza.
Vistas así las cosas y si fuera posible apostar por:
- Cambiar para intentar que, lampedusianamente, todo siga igual
- No cambiar y dejar que el inevitable cambio siga su curso
¿Tú que por qué opción apostarías?
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Imagen destacada: Joe Brusky, «System Change, Not Climate Change»