Memoria: ¿Alquiler o compra?

Hace unas semanas tomé por fin la decisión de cancelar una de las últimas suscripciones que mantenía con una publicación en línea. Era sólo cuestión de tiempo porque cada vez me resulta más difícil encontrar la justificación para pagar por un contenido que es solo mínimamente diferencial y que, cada vez más, se intenta proteger por medio de la inconveniencia de uso y una progresiva falta de transparencia sobre las fuentes (incluso cuando son notablemente públicas, como es el caso de las publicaciones científicas).

Cuando anunciaron una drástica subida del precio de la suscripción sin motivo y sin misericordia, comprendí que había llegado el momento. Y cuando fui a la web para cancelar la suscripción y descubrí que, siguiendo las mejores prácticas de relación con el cliente y usabilidad (sí, otra vez!), no había forma de cancelar la suscripción en línea, comprendí que no sólo era oportuno sino que era un deber moral. No tengo la menor intención de seguir alimentando servicios que se vanaglorian de estar al servicio del cliente y ser adalides de la transformación digital, y que no tienen ni idea de lo que significa ninguna de las dos cosas. (O peor aún, sí la tienen y la utilizan para explotar al cliente.)

Me costó cancelar la suscripción, me lo pusieron francamente difícil, pero finalmente lo logré (o eso creo). Es parte de un proceso de down sizing digital que estoy explorando por si no queda más remedio que llevar hasta sus últimas consecuencias. Lo que se inició como una aventura que auguraba un nuevo mundo de acceso inagotable a servicios de información, se ha ido torciendo de una manera cada vez más torticera hasta convertirse, no ya en una caricatura de lo que pudo ser, sino en una preocupante amenaza para las libertades y la dignidad de consumidores y ciudadanos. Hay que repensar la economía digital. Llevará tiempo y, en el mejor de los casos, nunca llegará a ser el mundo ideal que algunos ingenuamente soñamos y, por un tiempo, creímos experimentar. Pero si no hacemos nada, se convertirá en una distopía que hará palidecer la imaginación de todos los Orwell que en el mundo han imaginado distopías.

Con todo, lo más doloroso de cancelar la suscripción, y lo que durante tanto tiempo me había impedido hacerlo, no tuvo nada que ver con el penoso servicio y mucho menos con la conciencia de renunciar a un servicio familiar de acceso a información relevante de primera mano. Lo más terrible era saber que, en el momento en que dejase de pagar por la suscripción, perdería el acceso a una parte significativa de mi memoria de, como poco, los últimos diez años. Es una paradoja volver ahora a mi semi abandonada biblioteca de libros impresos y revistas en la que se acumulan buena parte de mis lecturas de una vida de lector, hasta aproximadamente el año 2010, y comprobar que puedo volver a leer las noticias de las revistas en papel de hace diez o veinte años, y que sin embargo ya no tengo acceso a las noticias de hace sólo uno o dos años atrás.

La razón es sencilla. Cuando compras un libro o una revista impreso en papel estás comprando el derecho a consumir un contenido a perpetuidad. De hecho, puedes prestarlo, regalarlo o transferirlo a otra persona, o puedes legarlo como el resto de tus pertenencias a tus herederos. En cambio, cuando adquieres una suscripción a un servicio de publicaciones en línea, estás pagando por el acceso a un jardín vallado de contenidos. Puedes pasear por él mientras continúes pagando, pero en cuanto dejas de hacerlo, pierdes el acceso a todos esos contenidos. Eres expulsado del paraíso.

Algo similar ocurre cuando compras un libro electrónico para leer en un dispositivo digital. A diferencia del libro impreso, el libro electrónico es un préstamo del contenido y, aunque creas que el libro electrónico está depositado en tu dispositivo electrónico y que, al menos, durará mientras dure éste, en realidad es sólo un espejismo. El contenido de un libro electrónico depende legalmente y, cada vez más técnicamente, del proveedor de contenidos. Que se lo pregunten a quienes decidieron en su momento apostar por la tienda de libros digitales de Microsoft que, en abril de este año, anuncio que cerraba en julio y que, a partir de ese momento, ya no se podría acceder más a los libros.

¿Qué es un libro? ¿Qué es una revista? No sería fácil responder a la pregunta. En la mayor parte de los casos, un medio a través de cual obtenemos información que no volveremos a utilizar nunca más. Pero ¿qué decir de esas otras lecturas sobre las que se vuelve una y otra vez? Aquellas qué hemos subrayado o anotado porque sabíamos que un día querríamos volver, que nos permiten recordar lo que, en un momento dado, nos pareció relevante y comparar. Todo ese mundo hoy está, triste es decirlo, mejor sustentado por la vieja infraestructura de papel.

Al menos, cuando los dictadores de antaño querían acabar con los contenidos vertidos en los libros por sus enemigos políticos y arrasar con la memoria de la ciudadanía, tenían que ir detrás de los libros de papel con lanzallamas y hacerlos arder en hogueras. Ahora los dictadores del presente, que son reales y prácticamente invisibles, sólo necesitan enviar un mensaje a los miles de millones de dispositivos que, como zorros, custodian las gallinas de nuestro frágil conocimiento, realizar una tramposa actualización del software de los dispositivos, o simplemente darle al botón de apagar en un remoto centro de cálculo, y la oscuridad digital se extiende mucho más rápidamente que las llamas del más terrorífico incendio, dejándonos sumidos en la amnesia.

Los pregoneros de la dictadura digital van por las calles gritando ¿alquilar o comprar? Ya nadie quiere poseer un coche o una casa. Es mejor pagar por el uso, así que ¿quién querría pagar por unos libros voluminosos, incomodos de leer y que además hay que guardar en alguna parte? ¡Qué absurdo! Y tristemente, podría ser así. Sería bonito creer en una vida plena de comodidades como servicio. Pero no podemos ser tan ingenuos. No podemos dejar toda nuestra vida dependa de que seamos capaces de pagar la cuota mensual. Menos que nada, dejar nuestra memoria en manos de proveedores que pueden decidir qué y por cuanto tiempo recordaremos.

A lo mejor, después de todo, el que inventó el mundo analógico con todas sus limitaciones, lo hizo por una buena razón.

¿Alquilar o comprar? No sé, pero me da que «quienes suscriben su memoria están condenados a perderla.»

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Imagen: Victor Brauner, Adán y Eva

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