Harlan Ellison escribió un famoso relato de ciencia ficción post apocalíptica titulado «No tengo boca y debo gritar!». Pocas veces un título es tan explícito y tan evocador. Porque estoy seguro de que, a cualquiera, incluso a quien no haya leído el relato, le hace pensar en la angustia de una situación en la que desearíamos hacer algo para lo que, no es que no estemos preparados, sino que, simplemente, está más allá de nuestras posibilidades. La angustia de no tener boca y tener que gritar es ontológica. Es la que yo siento cuando pienso en escribir ciencia ficción en español.
Desde que era muy niño, yo he amado mi idioma, el castellano (o español). Mi madre fue una de esas personas que leen constantemente, todos los días, con la disciplina del corredor de fondo, un libro detrás de otro. Cuando dejó de darme el biberón, comenzó a dejarme sobre la mesilla de noche libros y yo me convertí en un lector. A diferencia de ella, yo he sido siempre un lector de potencia, explosivo, caótico, sin método. Pero me enamoré de mi idioma y de la literatura y comencé a escribir muy pronto, sin propósito, compulsivamente. No tardé mucho en descubrir la ciencia ficción. Fue con «Un mundo feliz» de Aldous Huxley, seguramente uno de aquellos libros que mi madre olvidó a propósito sobre mi mesilla de noche. Y en mi mente infantil prendió la idea de leer y escribir ciencia ficción.
Cuanto comencé a buscar de manera obsesiva ciencia ficción para leer, me encontré con la inexorable ley de los rendimientos decrecientes. Desde el mundo feliz de Huxley, probablemente ascendí hasta 1984 de Orwell, pero allí comenzó un prolongado descenso pasando por el fin de la eternidad de Asimov y luego, poco a poco, a más y más productos que cada vez me interesaban menos. Los rendimientos decrecientes en la literatura son una consecuencia de lo que podríamos denominar la violencia de «el género» en la literatura. El género o los géneros son una suerte de mutaciones que han permitido a la literatura adaptarse a un medio cambiante y generalmente hostil: el coste de producir contenido, la forma de publicarlo y llegar a los lectores, la necesidad de llegar a más lectores y conquistar su mente… En definitiva, la batalla por captar la mayor atención posible. En esa batalla por la existencia, algunas propuestas de valor como las novelas de vaqueros (en la edad media de caballerías), la novela romántica o la novela negra consiguen sobrevivir y proliferar. La ciencia ficción es una de esas criaturas que habría mutado para adaptarse a una sociedad que comienza a tomar conciencia de un desarrollo tecnológico acelerado y que parece ilimitado en su potencia. La adaptación garantiza la supervivencia, pero no necesariamente la producción de obras de arte o joyas del pensamiento.
Mientras batallaba con la literatura de género, un buen día descubrí que el mundo feliz de Huxley no era realmente un mundo feliz, sino que se trataba, más bien, de un nuevo mundo osado: Brave New World. ¿Quién y por qué había decidido que «a brave wew world» debía ser un mundo feliz? Lo admito, osado nuevo mundo o cualquiera de las múltiples variaciones que a un traductor literal se le pueden ocurrir, como valiente mundo nuevo o quizás atrevido mundo nuevo, o qué se yo, no suenan demasiado bien en español. Sí, es mucho más fácil caer en la tentación y titular un mundo feliz. Pero si eso ocurría ya antes de abrir siquiera el libro, ¿qué no ocurriría en su interior? ¿Qué era lo que mi entusiasta madre había dejado sobre mi mesilla de noche, y yo había ingerido sin recapacitar?
Finalmente, la ciencia ficción me llevó a la ciencia y la tecnología. El momento determinante fue el que posiblemente sea el mejor final de la historia del cine: la escena de Charlton Heston frente a la estatua de la libertad en la película el Planeta de los Simios. Esa película consiguió poner dentro de mi mente una idea que se convirtió en una nueva obsesión: Necesitaba entender la teoría de la relatividad. Y la forma de hacerlo no era precisamente leyendo ciencia ficción, era estudiando física. Para un yonqui del conocimiento, la física es una droga mucho más dura que la literatura. La física me llevó a la tecnología y la tecnología me arrastraría muy lejos de la literatura durante mucho tiempo. Cuando embarcado en mi nueva singladura, veía alejarse la costa de la ciencia ficción, me hice una solemne promesa, una de esas promesas tontas que uno se hace para no cumplir jamás: Algún día volveré a la ciencia ficción, y lo haré para escribir.
Muchas veces he sentido con frustración que mi carrera profesional hubiera sido mucho más sencilla si mi idioma natal hubiera sido el inglés. Me costó mucho tiempo admitirlo, pero llegó un momento en que no me quedó más remedio. Como el explorador que decide adentrarse en una región lejana o ignota y se ve en la necesidad de tratar con los nativos, yo tuve que aceptar que mi idioma, el español, no era el más apropiado para comunicarse en esa región del conocimiento, la ciencia y la tecnología, que yo había decidido explorar. Los verdaderos exploradores no son como los políticos torpes y orgullosos que pretenden navegar por la diplomacia rodeados de traductores. Los verdaderos exploradores aprender a hablar la lengua de los nativos.
Al principio, la barrera del idioma parece simplemente una convención. La comunidad científica utiliza el inglés para hablar en los congresos y para publicar en las revistas. Pero paulatinamente, uno se da cuenta de que el idioma en el que se crea un cuerpo de conocimiento acaba formando parte de él de una manera mucho más íntima de lo que, a menudo, estamos dispuestos a admitir. El lenguaje forma parte del conocimiento y en cualquier traducción hay una parte que se pierde o algo nuevo que se añade. Esa imbricación es mucho mayor cuanto más se aleja uno de la objetividad y de la razón. Y si una parte del conocimiento científico y, sobre todo, tecnológico está ligado al idioma inglés, tanto más la filosofía o la literatura lo están a los idiomas de los pensadores o los escritores que la produjeron. Admiro a los traductores que nos ayudan a transitar por regiones del conocimiento que, de otra manera, serían inaccesibles para la inmensa mayoría de los mortales, pero nos pongamos como nos pongamos, una traducción es otra obra, una obra diferente.
(Estoy convencido de haber leído una descripción de Nabokov mucho más convincente, pero soy incapaz de encontrarla.)
Tengo la impresión de que no es por casualidad que el idioma de la ciencia ficción sea también el inglés. A finales del siglo XIX, los Enrique Gaspar y Rimbau o incluso los Julio Verne desaparecen del panorama, y la ciencia ficción continúa su viaje por los rincones aún inexplorados de la ciencia y la tecnología, en inglés. Para adentrarse en las intrincadas tierras de la ciencia ficción, no queda más remedio que hacerlo en inglés. El inglés se convierte en la lengua franca de la ciencia ficción. Por supuesto, si uno es únicamente un viajero ocasional, en este caso un lector ocasional, uno puede esperar la llegada de los traductores. Pero si lo que quieres es escribir ciencia ficción…
Cuando miro la historia de España y mi propia experiencia profesional en el mundo de la tecnología, no veo en mi país ni la ingenuidad ni la implacable determinación que se necesita para la innovación tecnológica. Por supuesto, siempre hay excepciones. Las hay en la tecnología y en la literatura. Pero las excepciones son sólo eso, casos aislados que se apartan del flujo general de la corriente. Y cuando veo que en España la ciencia ficción no tiene el desarrollo ni la aceptación que tiene en el mercado en lengua inglesa o, más recientemente, en China, no puedo evitar preguntarme si no existirá alguna relación entre nuestro secular desprecio por la innovación tecnológica y el desprecio por el género de la ciencia ficción. Que inventen otros y que especulen otros quizás vayan de la mano. Y si es así, apostar por esta literatura de género en castellano quizás no sea completamente descabellado.
Y es entonces, al regresar de este largo viaje por la ciencia y la tecnología, cuando recuerdo la promesa que hice al partir: Algún día volveré a la ciencia ficción, y lo haré para escribir. Ese momento es ahora, y es ahora cuando me doy cuenta de que no tengo idioma para hacerlo, y descubro la angustia de Harlan dentro de mí.
Yo también quiero gritar. Quiero gritar ciencia ficción y no tengo lengua.
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Los días 4 y 5 del pasado mes de julio tuve la oportunidad de participar en el encuentro con el escritor, poeta y ensayista Vicente Luis Mora, organizado por el Centro internacional Antonio Machado: «Qué puede hacer la literatura con la realidad».
Compartir con los asistentes algunas ideas en torno a la ciencia ficción y la innovación fue una experiencia sumamente enriquecedora para un intruso de la literatura. Desde aquí, quiero dar la enhorabuena a José Angel González y Vicente Mora por la iniciativa y la organización, y las gracias a todos los participantes por su amable generosidad.