¿Está ya dicho todo? A veces parece que sí. Puedes elegir cualquier tema, cualquier idea al azar, o una que te resulte especialmente cercana e interesante, una idea sofisticada a la que hayas dedicado tiempo, sobre la que hayas tenido oportunidad de reflexionar o, mejor aún, una que creas que se te ha ocurrido a ti. Haz una búsqueda en Google. En la mayor parte de las ocasiones aparecerá delante de ti incluso antes de que tengas tiempo de lanzar tu búsqueda, en las sugerencias del autocompletar. Ciertamente, en otros muchos casos, habrá que ser más concienzudo. Puede que te lleve un tiempo encontrarla porque, a menudo, las ideas se camuflan en la exuberante polisemia del lenguaje o en su inquietante sobriedad. Pero estoy dispuesto a apostar que, tarde o temprano, la vas a encontrar. Es muy improbable asistir al nacimiento de una idea que verdaderamente no hayamos visto nunca antes.
Ahora bien. Alguien tuvo que ser el primero en encontrar o dar forma a cada una de las ideas que hoy conocemos, siquiera fuera inicialmente de forma tosca, como las formas de esas primeras herramientas de nuestros ancestros que hemos ido descubriendo en los yacimientos arqueológicos y que podemos ver en los museos. Alguien tuvo que inventar la primera lanza, o quizás fueron varias personas en un cierto momento del tiempo. Al fin y al cabo, las ideas son producto de un contexto, de unas circunstancias, del espíritu del momento. Imagino que hubo un momento en la historia de la humanidad en el que una lanza sería, por así decirlo, una de esas ideas que flotan en el aire. Había que tener algo que arrojar a aquellas malditas bestias que se resistían a someterse. Primero sería una piedra, pero mejor si era una piedra puntiaguda capaz de hacer una herida en la piel, y así. Da igual si fueron varias personas o si fue una en concreto la primera en tener la idea de la lanza. Da igual si fue primero la lanza en sí o la idea de la lanza, porque si pudiésemos rebobinar la cinta de la historia de la humanidad, descubriríamos un momento en que ya no hay lanzas en ninguna parte, en ninguna excavación, en ninguna cabeza. Y aunque no podamos localizar ese instante con precisión, en algún sitio de esa cinta está la primera idea de la primera lanza.

Y así ha tenido que ocurrir con todas las ideas. Algunas ideas más o menos tontas o más o menos obvias se reproducen y prenden una y otra vez con facilidad en cualquier cabeza humana. Otras son ideas mucho más inaccesibles, son ideas a las que sólo puede llegarse después de recorrer un largo camino por parajes de ideas poco frecuentados, caminos a menudo tortuosos, interrumpidos por ideas que parecen infranqueables, flanqueados por ideas resbaladizas desde las que es fácil despeñarse, caminos que finalmente mueren en ideas sin sentido, y otros que coronan en ideas de gran altura, cumbres que pueden vislumbrarse desde la lejanía, pero distantes y prácticamente inaccesibles para la mayoría, cumbres que una vez alcanzadas nos permiten admirar un panorama que sólo es posible contemplar desde allí. Ideas como los patógenos, las leyes de la genética, la teoría de la evolución, como la democracia o el método científico, hoy nos resultan familiares porque nuestro mundo está construido sobre ellas. Ideas como la mecánica cuántica abrieron enormes espacios para el pensamiento y para la exploración y todavía estamos batallando con ellas.
Pero pasa lo mismo con todas las ideas. Ya sea la idea de la lanza o el gato de Schrödinger o el velo de Rawls, si rebobinamos la cinta de la historia de la humanidad, llega un momento en el que vemos cómo esa idea se desvanece y desaparece. Nunca nadie antes de ese momento tuvo jamás aquella idea. Por ejemplo, parece poco probable que la teoría de la relatividad estuviera en ninguna cabeza en tiempos de los griegos. Aunque hubo muchos griegos notables que exploraron y nos desvelaron maravillosos caminos de ideas que todavía hoy nos sorprenden, en filosofía, en política, sobre el universo, sobre la física, nada parece indicar que existiese una posible conexión entre aquellas ideas de los griegos y la teoría de la relatividad. Hubieron de pasar años y muchas mentes brillantes para que, poco a poco, el camino que hacía accesible esa teoría se fuera lentamente transitando. Había que pasar por las leyes del movimiento de Newton, por las ideas de la electrodinámica de Maxwell, para que un día la relatividad se convirtiese en un adyacente posible, una idea suficientemente próxima como para que un alpinista de las ideas, como sin duda fue Einstein, finalmente llegase a culminar la cumbre. Sin duda, otros antes que él vislumbraron esa idea. Lo hicieron Henry Poincaré o Ernest Mach, tal vez Maxwell llegó a intuirla. Pero seguramente no haga falta retroceder mucho desde Einstein para ver como la idea de la relatividad se borra de la cinta de la historia. Quizás Newton llegó a soñarla desde su mecánica, pero difícilmente nadie antes.

Y, por tanto, si toda idea desaparece en algún momento de ese rebobinado de la historia de las ideas, toda idea conocida debe haber aparecido por primera vez en alguna persona, en alguna cabeza, en algún momento. Algunas veces somos capaces de asignar ideas a una persona o a un grupo muy concreto de personas, como ocurre en el caso de la teoría de la relatividad. Otras quizás tuvieron periodos de gestación y de maduración muchos más largos, que ocurrieron hace mucho más tiempo, y resultan por tanto más difíciles de ubicar: ideas que nos han llegado a través de la literatura desde tiempos inmemoriales, recopiladas por recolectores de ideas como los Hermanos de Grimm. Pero en algún sitio, en algún momento, sin duda está su origen.
Hay momentos y personas en la historia que parecen volcanes de ideas, mentes desde las que, en un momento determinado, durante un periodo relativamente breve de la historia, se han vertido enormes cantidades de ideas que, como la lava o las cenizas de una gran erupción volcánica, discurrirán luego formando ríos de fuego o caerán como una fina lluvia hasta depositarse y solidificar y convertirse en roca sobre la que otras ideas pueden a su vez sustentarse. En la mayor parte de casos, esos volcanes no son el origen inicial. Las ideas yacían ya ocultas como el magma que se ha ido formando y acumulando durante años o siglos a partir de otras ideas previas. Pero en un momento dado, una violenta erupción las expulsa a la atmósfera y las esparce por el suelo, dejándolas expuestas a la vista y alcanzables por una inmensa mayoría. Y luego parece como si esas ideas hubieran estado siempre allí, como si fueran a permanecer ya para siempre sí. Como la lava hecha roca, las ideas solidificadas adquieren inmanencia.
En la filosofía ha habido volcanes como Platón o Aristóteles que hace miles de años vomitaron ingentes cantidades de ideas que todavía hoy forman parte de nuestra cultura y de nuestras sociedades. En las matemáticas tenemos volcanes como Gauss o Euler que parecen haber expulsado la Tierra entera de las matemáticas desde sus enormes cráteres. Si buscamos el origen de grandes ideas en la literatura, encontraremos volcanes como Shakespeare, desde el que parece emanar casi cualquier intriga o trama ingeniosa, conspiración, aspiración o dilema que se nos pueda ocurrir.
Hay momentos en los que, de la misma manera que la Tierra se abre y vomita el magma desde las profundidades de su corteza, una mente se abre y vomita enormes cantidades de ideas. Ese momento viene quizás determinado por movimientos telúricos que llevan años actuando soterradamente sin ser percibidos, por presiones que, en un momento dado, derrumban las barreras que las retenían, por contextos específicos que la historia despliega sin ningún propósito pero que hacen posible que puedan despegar y volar. Pensemos, por ejemplo, en los orígenes de la ciencia ficción. A lo largo de los siglos, la tecnología ha acompañado a la humanidad, desde la primera piedra utilizada para cazar o cortar o dar forma, desde la primera lanza. Durante cientos, miles de años, el desarrollo tecnológico se ha ido acumulando y, sólo poco a poco, muy lentamente, fue haciéndose más evidente su inagotable potencial y sus, a veces, sorprendentes implicaciones. Y entonces, en un momento dado, volcanes como Julio Verne, como H. G. Wells, como Robert Heinlein o como Isaac Asimov, comienzan a vomitar ciencia ficción. Y en un breve espacio de tiempo, dicen todo lo que parece poder decirse en la ciencia ficción. ¡Qué difícil parece hoy tener una idea sobre el impacto futuro de la tecnología sobre la que no se haya escrito ya, sobre la que no escribiera ya algunos de ellos!

Y lo mismo ocurre en cualquier otro campo, en cualquier otra disciplina. Hay momentos magmáticos en todos los terrenos del saber. En todos los campos del saber ha habido volcanes de ideas. Y después del volcán, después que la lava se haya asentado, parece llegar un largo periodo de estío. Ya no queda nada por decir. Y sin embargo, si la cinta de la historia continúa moviéndose hacia delante, seguramente dentro de cien, doscientos años, dentro de mil o cien mil años, si siguen existiendo mentes conscientes entonces, habrán tenido lugar innumerables nuevas, enormes coladas de ideas. ¿o no?
Estoy casi seguro de que, en cada momento en la historia, cada generación hemos tenido la misma sensación, una sensación muy Dickensiana de estar al final de una etapa, de estar al principio de una etapa, de que todo está ya descubierto, de que todo está por descubrir. Y en realidad, no sabemos nada. Mañana puede llegar el final, puede aparecer un enorme GAME OVER frente a todos nosotros, porque un Jong-un, o un Trump, o quién sabe, un cometa, un grey-goo pueden acabar dando al traste con la aventura de las ideas. El final de la historia puede estar a la vuelta de la esquina, o puede que no. Puede que la cinta de la historia continúe moviéndose durante miles, cientos de miles, o incluso de miles de millones de años. Por lo que sabemos de las leyes de la física, ésta es una posibilidad cierta. Puede que el final de la historia esté más allá de cualquier horizonte imaginable ahora mismo. Y si es así, resulta difícil creer que, entonces seguiremos pensando en las mismas ideas y con las mismas ideas. Sería muy ingenuo.
Tal vez, alguna de nuestras ideas más peregrinas o más brillantes consigan resistir la erosión del tiempo y de la historia, pero la mayoría seguramente acabarán fundiéndose una y otra vez en el magna del olvido y serán recicladas y vueltas a vomitar innumerables veces por los volcanes intelectuales del futuro, adquiriendo formas que ninguna de nosotros seríamos capaces de imaginar o reconocer hoy.
¿O tú crees que es posible que esté ya todo dicho?
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Ilustración de cabecera: Parque nacional de los Volcanes de Hawaii, Foto de Jack Ebnet en Unsplash