Me he dado cuenta que hay libros para todo.
Hay libros para llevar debajo del brazo en el autobús o, como hacen algunos profesores, quizás más las profesoras, entre los brazos cruzados. Son libros que sirven para exhibirse, para presumir o mostrar nuestro estatus, para intimidar. Libros como La República de Platón, Ulises de James Joyce, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, o El Quijote de Miguel de Cervantes. Hay algunos que acojonan como Finnegans wake, La Biblia o el Corán. Ahora cada vez se usan menos para esto, aunque si de verdad quieres impresionar a alguien, un libro es mucho mejor que un smartphone.
Hay libros que sirven para hacer peso, por ejemplo, en las carteras de los estudiantes. Para llevarlos de casa a la escuela y de la escuela a casa. Son libros hechos para domarnos, libros gordos como El libro de Petete, libros muy pesados que sirven para fortalecer nuestros músculos. Los libros de texto, ¡de texto! Y anda que no hay que meter texto para conseguir un libro lo suficientemente pesado. Si fueran libros de plomo, ocuparían muchos menos espacio.
Hay libros para mostrar en las estanterías de tu casa, en las librerías, en las bibliotecas o en los museos. Aquí lo que cuenta es la altura, el grosor, el estampado del lomo. Algunos libros son auténticas obras de arte, libros antiquísimos escritos a mano con letra de caligrafía, con preciosistas grabados, o con telas y repujados en el lomo que los hacen apropiados para exhibirse incluso en los altares y en las grandes celebraciones, donde a menudo se exponen abiertos, sostenidos un atril.
Hay libros que, por el contrario, sirven para sostener, alzar, realzar, calzar, apoyar algo sobre ellos, o hacer bulto sobre una mesa. Son libros con funciones arquitectónicas. Para este menester, son preferibles los libros de tapa dura, aunque aquí cada cual hace se apaña como puede.
Hay libros que sirven fundamentalmente para mencionar su título en una conversación, en una reunión con los amigos o en el trabajo, en una conferencia o en una charla TED. Son libros como, por ejemplo, Quien se ha comido mi queso, En busca de la excelencia o La quinta disciplina.
Incluso los hay hechos a propósito para añadir a la bibliografía de otro libro, de un ensayo, un artículo académico o de una tesis doctoral. Son libros para sostener, alzar, realzar, calzar, apoyar un argumento, o simplemente hacer bulto (o sea texto) dentro de otro libro. Para este menester son ideales los libros con títulos largos y, a ser posible, un subtítulo más largo aún, aunque hay gustos y escuelas.
Y ya puestos, los mejores son los libros que no existen o, mejor dicho, que sólo existen dentro de otros libros. Libros virtuales que, a falta de libros, se crean ad-hoc para justificar una crítica, una reseña, o una simple cita. Libros como los de Vacío Perfecto de Stanislaw Lem, La Enciclopedia Galáctica de Douglas Adams, esa otra enciclopedia china titulada Emporio celestial de conocimientos benévolos, o los muchos otros libros con los que Borges fue motivando y nutriendo muchos de sus relatos fantásticos.
Borges incluso se ocupó de pensar como tendría que ser una biblioteca casi infinita, La biblioteca de Babel, que pudiera contener todos los libros finitos que sería posible escribir. Porque de todas las cosas que es posible hacer con los libros, la mejor de todas es practicar el arte del Tsundoku: comprarlos y guardarlos, saber que están ahí, aunque luego no haya manera de encontrarlos.
Lo que, de verdad, no consigo entender es por qué todavía hay quien se empeña en leer los libros. No se me ocurre nada más peligroso…
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Ilustraciónes: Dali, Libro transformándose en una mujer desnuda, Annie Spratt en Unsplash