Si uno de nuestros antepasados de hace más de 10.000 años, hubiese podido viajar en el tiempo y visitarnos en nuestra sociedad actual, seguramente habría experimentado una intensa sensación traumática. Un homo sapiens con capacidades físicas y mentales muy similares a las nuestras, extraído súbitamente de un entorno posiblemente mucho más hostil que el nuestro, no pensaría inmediatamente que ha sido transportado a un mundo mucho mejor. Y sin embargo, estaría en un mundo mucho mejor. O por lo menos, eso es lo que nosotros creemos.

Imaginemos a una bella y extraordinariamente inteligente joven Cromañón como Ayla, la protagonista de El clan del oso cavernario de Jean M. Auel, o a alguno de los intrépidos protagonistas de la película En busca del fuego de Jean-Jacques Annaud, a Naoh, Amoukar o Gaw, despertando una mañana en la suite de un lujoso hotel en New York. Es un escenario que hemos visto edulcorado en algunas películas de Tarzán o Cocodrilo Dundee. Se despertarían deslumbrados por la luz del sol penetrando a través de los amplios ventanales, y se precipitarían hacia la luz para contemplar una caída en vertical al vacío de decenas de metros. Observarían la impresionante vista de Manhattan y no podrían dar sentido a aquella acumulación de cemento y cristal moldeados con precisión para formar enormes paralelepípedos que se extienden hasta donde alcanza la vista. Observarían las avenidas que surcan la ciudad, sajando las enormes moles de los edificios con una precisión que no tiene parangón en la naturaleza. Explorarían la habitación incapaces de entender para que sirven la mayor parte de los objetos que contiene, entrarían en el cuarto de baño para encontrarse con superficies y formas que nunca hubieran podido imaginar que existieran. Tal vez conseguirían dominar el pánico al accionar casualmente un interruptor y encender una luz, o un grifo y ver brotar el agua del lavabo o la ducha. Seguramente, perseguidos por el temor a lo sobrenatural, intentarían huir de aquella incomprensible caverna, pero se toparían con una puerta cerrada que quizás no sabrían accionar.

Cuando finalmente consiguieran alcanzar la calle, tras una odisea de escaleras, ascensores y seres vagamente reconocibles enfundados en materiales de vivos colores y sorprendentes texturas, se enfrentarían al estruendo ensordecedor de la ciudad; a los miles de vehículos que aceleran y frenan y graznan y giran en una incomprensible amalgama de ruido y color; al vapor que expelen las alcantarillas y la amalgama de intensos olores, algunos quizás sí vagamente reconocibles, pero no los más; a las luces de los semáforos, al torrente de miles de personas que vomitan los edificios para conformar una densa multitud de zombis que avanzan con la mirada perdida en unos pequeños objetos brillantes que acarician constantemente con los pulgares. Alzarían la vista, buscando el sol con ansiedad, para contemplar el cielo geométricamente enmarcado por las líneas precisas de los rascacielos. No creo que haga falta un gran esfuerzo para ponerse por un instante en la mente de Ayla o Naoh e imaginar su asombro, su desesperación, su ansiedad.
Pasado un tiempo y, suponiendo que encontrásemos una manera de comunicarnos con ellos, un amable y altuista guía que se armara de paciencia y dedicara el tiempo necesario para conducirles a través de la complejidad de la vida urbana actual, que les ayudara a orientarse, a vestirse y alimentarse sin levantar demasiadas sospechas; suponiendo que superaran el trauma inicial y que pudieran llegar a detenerse a juzgar nuestra sociedad ¿Cómo la valorarían?
La corriente de pensamiento dominante en la actualidad se esfuerza en convencernos de que la humanidad avanza por una senda de progreso que es posible sustanciar en virtuosas estadísticas que estiman valores medios o acumulados de variables relevantes, o índices agregados. La mortalidad infantil está disminuyendo. Se ha reducido de 93 a 41 muertes por cada mil nacimientos entre los años 1990 y 2016. Pero diariamente mueren 15.000 niños menores de cinco años, más de 5 millones cada año. El número de personas en situación de extrema pobreza está disminuyendo. La proporción de personas que viven con menos de $1,9 diarios se ha reducido desde el 44% en 1980 hasta aproximadamente el 10% en 2013. Pero eso significa que más de 700 millones de personas viven en situación de extrema pobreza. La desigualdad global en el mundo está mejorando a nivel global, aunque localmente empeora en casi todos los países. La esperanza de vida crece, pero tristemente eso significa más gente mayor con la que, a menudo, no sabemos muy bien que hacer.

Seguramente, todo esto es intelectualmente irreprochable. Pero son números demasiado grandes, demasiado frios, demasiado abstractos para las cabezas de Ayla o Naoh, y también para las nuestras. La percepción que tenemos cada uno de nosotros no se sustenta en valores medios, totales agregados, o índices sintéticos. El pragmatismo y el utilitarismo se pueden apoyar en ellos confortablemente, pero nosotros, a nivel individual basamos nuestra percepción de la realidad en nuestra propia experiencia, en las historias que vivimos, que conocemos, que damos por ciertas o imaginamos. Y la verdad, dudo que estos números sirviesen para convencer a Ayla o Naoh de que New York es mejor que su pequeña tribu en medio de la enorme hostilidad de su entorno, de que no habían sido condenados a un infierno incompresible.
Aunque nuestra imaginación es limitada, y nuestros actuales medios audiovisuales todavía no son comparables a la experiencia inmersiva en la realidad que nos proporcionan nuestros sentidos, cuando leemos o vemos una película de ciencia ficción que dibuja un escenario futurista o simplemente fictíceo, diseñado para mostrarnos con detalle las sorprendentes posibilidades que la tecnología nos ofrece, a menudo nuestra mente rechaza esa realidad de plano como un futuro inquietante, como una distopía. Organismos modificados genéticamente, nuestro propio cuerpo expuesto a las posibilidades apenas intuidas del hacking genético, nuestra mente amplificada por medio de la conexión permanente a las capacidades del mundo virtual, máquinas mucho más inteligentes que nosotros tomando el relevo en trabajos y actividades que hoy hacemos nosotros, hábitos que rechazamos o abrazamos con la misma vehemencia que hace años negábamos el voto a las mujeres o aceptábamos la esclavitud.
A menudo no nos damos cuenta de la inmensa capacidad de adaptación de nuestra especie. Y no precisamente porque nuestro sustrato biológico cambie para adaptarse a una realidad tan rápidamente cambiante. Es nuestra mente que nace y crece inmersa en un entorno social y cultural que se mueve a una velocidad muy superior a la de nuestros genes. Es el relevo generacional. Cuando proyectamos hoy nuestra limitada imaginación hacia el futuro, y vislumbramos algunos de los cambios que podrían llegar a producirse, involuntariamente volvemos la vista y nos negamos a aceptarlos. No pensamos que, muy probablemente, nuestros descendientes aprenderán a vivir en una sociedad que distará tanto o más que la nuestra de la de Ayla o Naoh, que la encontrarán maravillosa o simplemente aceptable.
No nos damos cuenta de que nosotros somos Ayla y Naoh.
